Si me pagaran por ello, diría que soy un procrastinador profesional. Uno de los mejores del mundo. Tendría una vitrina vacía de trofeos que nunca fui a recoger porque me daba demasiado pereza hacerlo.
Unos de mis grandes placeres es la sensación de que debería de estar haciendo algo importante en ese momento. Es una droga dura, una droga peligrosa.
Podría decir que es todo culpa de Internet, de los nuevos estilos de vida, de la crisis y bla, bla bla… Pero estaría mintiendo.
Cuando era pequeño también estaba enganchado a ello. Enganchado al dormir “cinco minutos mas”, al “los fines de semana no se madruga”, al “tengo ganas de que llegue verano”, al “voy a esperar toda la tarde a que pongan mi programa favorito”…
Desde pequeño he sufrido una rutina constante, un esquema fijado e ineludible y compruebo que cada día, lejos de disminuirse, la rutina esta llenando mi vida.
La rutina lleva al conformismo de huir de ella y la huida lleva al cansancio y el cansancio lleva a la nada. No una nada filosófica ni peligrosa, si no a una nada de procrastinación, de tiempos muertos y de ocio obligatorio. Una nada que en los periodos vacacionales se hace eterna.
Una nada amurallada y solida, que solo puede ser derribada por una voluntad férrea y un plan de improvisación establecido.
Una voluntad que genere ganas de leer, de escribir, de ver buen cine, de salir a la calle y de levantarse pronto de la cama. Y de hacerlo felizmente, no como parte de una rutina impuesta.
Escribir, escribir y seguir estando vivo…